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Pemán (ABC, 20/4/1960)

Música y músicos > Intérpretes, compositores, otros > Eslava, Hilarión y el Miserere de Sevilla
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El «Miserere»
Por José María PEMÁN,
De la Real Academia Española.

       Nunca he comprendido  muy claramente por qué los músicos del siglo pasado se arrojaron con especial voracidad, para convertirlos en libreto de su música operística, sobre los versículos del salmo conocido por la denominación de "Miserere".  El  "Miserere" es un cántico tremendo: que pide misericordia, llora sobre los muros de Terrialéti, vaticina el estremecimiento de los huesos en la resurrección y el juicio último. Es verdaderamente curioso que esta serie de imprecaciones y versillos dramáticos diera pie a don Hilarión Eslava, al maestro Palacios y a otros muchos maestros de capilla de hace ochenta años para componer arias, concertantes y dúos, y hasta valsar sobre las comprometidas verdades de nuestros pecados y nuestros castigos.

       Habría mucho que meditar sobre este nuevo testimonio del desconcertante poder de asimilación de la Iglesia ante los tonos de cada época. Es tremenda su fuerza biológica para inocularse todos los estilos y convertirlos en tradición. El teatro, el romance, las máscaras; todo anduvo algún día dentro de la catedral. En algunas fiestas, los obispos y los canónigos bailaban en el trascoro. Todavía en Compostela dos muñecones, "el Coco" y "la Coca", danzan en el altar mayor. Hasta el demonio y los monstruos andan colonizados por las gárgolas. En su poder de robusta asimilación llegan a asimilar hasta el anticlericalismo. Hay sillerías de coro donde aparecen talladas caricaturas de obispos, monjas y demonios que en el siglo pasado hubieran sido viñetas de "El Zurriago" o "El Motín". Por tal de evitar que nada cuajara fuera y enfrente del "cosmos" religioso y catedrático, el clero prefería adelantarse a ser él el anticlerical.

       La mundanización de la música sacra tenía, pues, sus largos precedentes. En la polifonía clásica, para el "cantus firmus" o eje melódico de la composición se aprovechaban a menudo, con el mayor desembarazo, melodías populares o cortesanas. Muchas veces incluso pasaban a dar nombre a la partitura. Así, Palestrina tiene la Misa "Baisez-moi", porque el tema de toda la composición era esa cancioncilla—"Bésame"—. de moda en todos los salones de la época. Es como si hoy se compusiera una Misa "Puente sobre el río Kwai". Después de esto, no puede extrañarnos que a los maestros de capilla del siglo pasado les pareciera lo más natural que el "bel canto" se emplease en decir los versículos del "Miserere". Al fin y al cabo, si éstos eran apocalípticos y tremendos, llenos de imprecación y profecías, aquella buena época creía que difícilmente podía hallarse expresión más poética que la que canta el tenar de "Aida" cuando va a morir emparedado, o la pobre "Traviata" cuando se consume en la tuberculosis. Dentro de lo humano eran situaciones límites que no entendían por qué no habían de traspasarse a lo religioso y trascendente.

       Pero a estos desconcertantes "Misereres" con tenores, sopranos, dúos y valses, les ha alcanzado la ola de autenticidad crítica y reformista que, por fortuna, avanza sobre la Cristiandad. El movimiento liturgista iniciado por Romano Guardini, y las prescripciones vaticanas de música sacra han desalojado los "Misereres" operísticos de los coros de las catedrales. Sino que en algunos pueblos andaluces, donde los estilos de Semana Santa tienden a cerrarse rápidamente, aun en falso, como los abscesos, la amputación fue difícil y dolorosa. Tenía ya valor de tradición rápidamente endurecida en medio siglo. Sobre sus concertantes, sus valses y sus arias se extendía ya esa absolución de cándida buena fe que es la costumbre. Parecía ya lo más natural del mundo que el tenor le pidiera al Señor misericordia con una melodía bastante parecida a la que el caballero Cavaradossi emplea para pedirle a  Scarpia que salve a la señorita Tosca.

       En algunos pueblos no pudieron desprenderse del todo de su amado "Miserere" y, expulsado de la catedral, fue recogido por el teatro en plan de "concierto sacro". A mí me conmueven estos "Misereres" del Miércoles Santo que se organizan, con mil dificultades, arrebañando violines y clarinetes para improvisar una orquesta y reclutando una pequeña masa coral. Yo creo que en lo humano y en lo divino tienen una alta cotización emocional e ingenua.

       Uno pasa la vista sobre el súbito orfeón y va discerniendo los oficios y profesiones, como en una lista de teléfonos: el callista, el practicante, el contable de la ferretería, el taxista. Son voces excelentes; propinas de arte menor sobre la profesionalidad cotidiana. Y luego, las tiples. El director del "conjunto" exige que vayan todas de blanco y con falda larga para presentarse en la escena. Tiene conciencia de que esto no es el cine, ni el fútbol, ni ninguno de esos otros atropellos de esta época: es el "Miserere" una función de arte y clasicismo que exige ir vestida con cierto decoro de novia o de primera comunión.

       Algunas de ellas nunca tuvieron otro traje blanco. Hubieran querido tenerlo para ir al altar al lado del brigada aquel o de aquel Secretario del Juzgado. Pero no pudo ser. Y con el traje de novia de su hermana—que ésa sí logró enredar al dependiente de la Librería Católica— construyeron su único traje blanco de la vida. Se lo enseñan a sus amigas  en el cajón de su cómoda: "Este es mi traje del Miserere". Y viven, de año en año, en la ilusionada espera del Miércoles Santo. Es el día que se visten de blanco, para hacer en su cabeza una arrebujada mezcla de lo divino y lo humano: contriciones, misericordias, vanidades, ensueños. Muchos años, los organizadores traen un tenor para cantar el "Amplius lava me". Viene a veces de Sevilla. Un año vino uno de Madrid. Todos—público y orfeonistas—esperan con expectación el do de pecho que ha de dar en la palabra "Jerusalem". Cuando lo alcanza con soltura, todos se miran unos a otros con íntima satisfacción. El año monótono de las solteritas provincianas ha alcanzado , su cénit.

       Una de ellas había sido profesora del Conservatorio. Eso le daba cierto prestigio. El Miércoles Santo era su día. Se le vio envejecer de "Miserere" en "Miserere": y pasar por las gafas, la pata de gallo y la canicie. El resto del año cosía calzoncillos. Su traje blanco tenía significaciones místico-profanas que nadie sospechaba. Cuando murió quiso que la amortajaran con el traje blanco. Y cuando, recomendándole el alma, le recitaron el "Miserere", balbuceó sonriente:

     —Siempre estuve enamorada del tenor de cada año.

       Todo esto lo he contado porque enlaza con el mundo comprensivo medieval de las grandes asimilaciones: las gárgolas, los autos sacramentales, los seises, los gigantes y cabezudos. Hay también una liturgia extraoficial de la ingenuidad ilusionada.

       Está bien que un rigor crítico y depurador haya expulsado de los coros catedralicios los "Misereres" operísticos. Pero yo estoy seguro que al llegar la señorita Ruiz, costurera y orfeonista, al cielo, Santa Cecilia le habrá dicho: "Anda, cántame tu parte del "Tibí soli". Y ella se habrá puesto a decir: "Contra Vos sólo he pecado y he cometido maldad..." sobre melodías tomadas de los bailables de la "Gioconda".
 
       Y la cosa tendrá su lógica perfecta. Porque David compuso el "Miserere" para llorar un tremendo adulterio y un asesinato. Pero la señorita Ruiz: apenas tiene que pedir misericordia más que de haber comido aquella yema de coco, entre horas, en un día de ayuno.

(ABC, 20/4/1960, pág.3.)



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